"18 de noviembre de 2004
(…) Voy al encuentro de una de las mejores esculturas de la Historia del Dolor: el Gálata Moribundo, al que le dedican un lugar especial de estas salas que recogen fragmentos de un Imperio. Los romanos han elaborado una escenografía con la agonía de un guerrero. Me parece un milagro que mi capacidad de asombro permanezca aún intacta después de todas las sobredosis de lo sublime y lo eterno que he visto ya en Roma. A medida que subo los escalones del Palazzo Nuovo, lo veo surgir, como levantándose, como si estuviera aún a punto de alzarse y pelear otra vez antes de un viaje. Pero no será así. Se eleva de una plataforma hecha de los ojos que se han estremecido al contemplar la herida de un lomo bárbaro y exacto. Percibo los lentos movimientos de la agonía de un guerrero que sostuvo una utopía embriagadora. Acaba de soltar su espada al abatirse. Resuena todavía el eco sordo del metal al contacto con la tierra. Una milésima de segundo atrás, el guerrero aún miraba los destellos de su arma. Pero ya no brillan verticales los contornos de sus bellas aleaciones. Reposa desalentado por la pérdida de su atributo salvaje. A punto de tumbarse por su propio ánimo sobre el espacio de la resignación universal. Este pagano recuesta todo su torso sobre el brazo derecho, mientras por el costado florece la sangre ganada como un zarzal silvestre. Escucho respirar al gálata. No percibo su queja, antes parece matar el grito que otros, los cobardes, lanzan cuando el final es ineluctable. Intenta encontrar una respuesta en su parcela definida de dolor. Está preparado para cruzar a nado las lagunas que se le pongan en el camino. Los antiguos, que sabían coronar a los valientes, aunque fueran sus grandezas anónimas, dejaron su muerte de porcelana tallada para siempre. Tuvo que ser fiero."
Antonio Portela. “CIUDADANO ROMANO”.
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